El comercio de la guerra: Historia económica y lecciones de War Dogs (por Alfonso Carrasco Jurado)


La guerra, con todo su horror y devastación, siempre ha sido un catalizador para la economía global. Desde la fabricación de armamento hasta la logística, la destrucción trae consigo una maquinaria económica que trasciende las fronteras del conflicto. La película War Dogs (2016) ilustra cómo esta realidad continúa moldeando el mundo contemporáneo, llevando el fenómeno del comercio de la guerra a una narrativa que combina humor negro, ambición y cinismo empresarial. Pero más allá de su trama hollywoodense, War Dogs ofrece una ventana al funcionamiento histórico de las economías de guerra y las dinámicas del capitalismo en escenarios bélicos.

En War Dogs, se cuenta la historia de dos jóvenes empresarios que, gracias a vacíos legales y un modelo de subcontratación adoptado por el Departamento de Defensa de Estados Unidos, logran convertirse en traficantes de armas durante la guerra de Irak. Si bien el relato está basado en hechos reales, los patrones que describe tienen raíces profundas en la historia económica. Desde los contratistas privados de la Guerra de Secesión estadounidense hasta los proveedores de armamento en la Primera y Segunda Guerra Mundial, el comercio de la guerra siempre ha estado impregnado de pragmatismo y oportunismo. El capitalismo no distingue entre causas justas o injustas: lo que importa es la demanda, y los conflictos bélicos crean una de las más constantes y lucrativas.

La economía de la guerra ha sido un motor de innovación tecnológica e industrial a lo largo de la historia. Durante la Primera Guerra Mundial, la necesidad de armamento masivo transformó industrias como la química y la metalurgia. Innovaciones como los gases tóxicos y los tanques no solo respondieron a la estrategia militar, sino que también llevaron a la creación de conglomerados industriales que influirían en la economía global durante décadas. Algo similar ocurre en War Dogs, donde la globalización y la proliferación de subastas electrónicas permiten que actores inesperados, como los protagonistas, entren en el mercado armamentístico. La tecnología, una vez más, transforma la dinámica del comercio bélico.

Sin embargo, la película también nos recuerda que las guerras no solo benefician a los grandes consorcios industriales, sino que también generan espacio para operadores pequeños y medianos. Esta dinámica tiene precedentes en la historia. Por ejemplo, durante la Guerra de Crimea (1853-1856), pequeños comerciantes europeos aprovecharon la creciente demanda de suministros para establecer redes de comercio que iban desde la venta de uniformes hasta el transporte marítimo. Más tarde, en el siglo XX, figuras como Basil Zaharoff, conocido como el “mercader de la muerte”, ilustraron cómo los empresarios podían amasar fortunas vendiendo armas a múltiples bandos de un mismo conflicto.

En War Dogs, la ética y la moral son sacrificadas en el altar del beneficio económico, lo cual también tiene ecos históricos. La Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, vio cómo empresas como IBM o IG Farben fueron acusadas de colaborar con regímenes totalitarios, proporcionando tecnología y recursos que alimentaron la maquinaria bélica nazi. Si bien estas compañías operaban en un contexto de coerción o necesidad de supervivencia, su involucramiento subraya un patrón recurrente: la economía de guerra borra, o al menos difumina, los límites éticos de la actividad empresarial.

Otro aspecto interesante que conecta War Dogs con la historia económica es la dependencia de los Estados en contratistas privados. Este fenómeno no es nuevo. Durante la Edad Media, los monarcas europeos contrataban ejércitos mercenarios para luchar en sus guerras, delegando la responsabilidad militar en empresas privadas. Esta tendencia resurgió en la modernidad con empresas de seguridad como Blackwater (ahora Academi) y los contratos multimillonarios adjudicados a empresas como Halliburton durante las guerras de Irak y Afganistán. Lo que vemos en War Dogs es la extensión de esa lógica: el Estado, en lugar de controlar directamente la producción y distribución de armamento, externaliza esas tareas a empresas privadas, ampliando los márgenes para la corrupción y el oportunismo.

Históricamente, las economías de guerra han impulsado el crecimiento de algunas naciones mientras condenaban a otras al subdesarrollo. Durante la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se consolidó como potencia mundial gracias a su capacidad industrial para abastecer tanto a su propio ejército como a sus aliados. Sin embargo, este crecimiento económico fue financiado con la sangre de millones en Europa, Asia y África. La desigualdad inherente a la economía de la guerra también está presente en War Dogs, donde el enriquecimiento de los protagonistas contrasta con la devastación sufrida por las regiones afectadas por los conflictos que ellos alimentan.

El mensaje final de War Dogs podría resumirse en una paradoja inquietante: aunque las guerras destruyen, también construyen fortunas. Esta lección resuena en nuestra historia económica, donde los conflictos armados han sido tanto una fuerza devastadora como un motor de transformación industrial, tecnológica y comercial. En un mundo cada vez más globalizado, la historia de War Dogs nos recuerda que las guerras no solo se libran en los campos de batalla, sino también en oficinas, bolsas de valores y plataformas de comercio digital.

Al reflexionar sobre esta compleja interacción entre guerra y economía, queda claro que la clave para un futuro más ético y sostenible pasa por abordar estas contradicciones con honestidad. Si bien el comercio de la guerra parece ser una constante histórica, también nos plantea una pregunta fundamental: ¿es posible redirigir el ingenio humano y la innovación económica hacia un modelo que priorice la paz y el bienestar colectivo por encima de los beneficios individuales? La respuesta, quizá, depende de nuestra capacidad para aprender de lecciones como las de War Dogs y los siglos de historia económica que refleja.

 

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